desinformemonos.org. Alicia Alonso.- “Mira. Esta es mi mamá. Ella era campesina y la he representado sembrando. Aquí en este saquito lleva la semillas de choclo y las está sembrando en la tierra”, dice mientras me muestra la arpillera que ha ido bordando.
Anita, que por el nombre pareciera una mujer pequeña, ya es adulta, 65 años y grande, grande, como su corazón.
“Mi mamá me enseñó muchas cosas allí en el Sur. Yo hacía pan para comer, sabía hacer ladrillos para construir una casa, trabajar la madera, cultivar todos los alimentos”
Mientras continúa pacientemente dando puntadas, sigue con su relato: “Salí con 15 años de mi casa. Me vine para Santiago y me junté con mi marido, un delincuente, ese fue mi error. Por él he vivido muchos años de cana”.
Cuando la vi, una fría tarde de invierno, en la sala que nos dejaban para juntarnos en la cárcel de mujeres de Santiago, ella acababa de regresar del hospital donde le hicieron una biopsia. “Tengo la sangre mala, estoy con cáncer y me ha salido un bulto aquí atrás que no me deja ni caminar… van a ver qué es”. Y me mira con sus ojos pequeños de interrogación.
Se mueve lentamente al caminar, como si pensara donde quiere poner el pie en cada paso que da y se tambalea de un lado a otro por el peso de su cuerpo. “A mí me enfermó la muerte de mi hija. La mató una bala perdida en la población. Eso es lo que me enfermó”.
Ahora está acabando de cumplir una última condena de 7 años. “Me cargué yo con esto. Tenía que cumplir mi nieto, pero es muy joven y yo lo asumí”.
Mientras me cuenta, continúa bordando su arpillera, eligiendo colores alegres y las telas estampadas para coserlas con enorme creatividad e imaginación. Ella todavía no sabe que moriría meses después por el abandono institucional y la falta de atención sanitaria en la cárcel.
A su lado estaba Manuela, otra septuagenaria curtida de la vida, que en cambio hoy no conseguía avanzar en su arpillera. Estaba taciturna. Sus manos parecían más temblorosas de lo habitual. Comía poco y mal. En los ocho años que llevaba en prisión su salud se había deteriorado a la velocidad de la luz: diabetes, problemas con la vista, varices y ese dolor insoportable de espalda y de cabeza.
De improviso se dirige a mí: “No sé cómo enfrentar lo que me espera, no sé cómo el mundo habrá cambiado, no sé cómo moverme por esta gran ciudad”. Se refería a que en unos meses saldría con la condena cumplida. Le angustiaba lo que podría encontrar, el miedo cerraba su estómago.
“Antes era mi nieto quien me llevaba y traía, desde que lo mataron no sé qué va a ser de mí, sola como estoy, allá afuera. ¿De qué voy a vivir?”. Todo el celo de la prisión para contener y eliminarla de la circulación se trasformará en la más absoluta indiferencia de un día para otro. El tiempo perdido en reclusión no habrá cambiado un ápice las circunstancias de su pobreza. Aquella por la que un día tomó la decisión de vender pequeñas dosis del polvo blanco ilegal en la casa donde habitaba para poder sacar adelante a su nieto.
Como un Saturno que devora a sus hijos, la cárcel destruye y acaba con la humanidad de quien allí es recluida. Dejará morir desatendida a Anita y escupirá a la calle a Manuela, más pobre, enferma y sola de lo que entró.
Ese día la sangre se me llenó de indignación.