Cine y literatura ¿rurales?

imagenctxt.es. Ángel Calle Collado.- Faltan aún artistas retratando jornaleros y jornaleras, territorios vivos frente a latifundios y grandes cadenas de distribución alimentaria.

Ninguna expresión agota el mundo, ningún mapa puede constituirse en una imagen de un territorio, recordando un cuento de Jorge Luis Borges. Comunicamos a base de pinceladas. El cuadro siempre estará incompleto. Pero, ¿qué ocurre si el pincel está en las mismas manos, si el mapa se limita al paisaje, si los estereotipos en torno a personajes y vidas “crudas” campan a sus anchas? Algo así ocurre en la reciente oleada de narrativas y películas relacionadas con el mundo rural.

Buscar una lista de cine rural hace una década nos llevaba a Los santos inocentes, La lengua de las mariposas, El Sur y alguna que otra comedia de Paco Martínez Soria. Hoy se suceden estrenos, proliferan festivales en el medio rural y sobre temáticas rurales. Por lo general, no se abandona cierta visión que se mueve entre Las Hurdes, tierra sin pan de Buñuel y La familia de Pascual Duarte escrita por Cela. Parece necesaria la recomposición del imaginario rural hacia realidades hoscas e instintivas recreadas en situaciones de vulnerabilidad social. Todo eso existe en un mundo rural ahogado por un sistema agroalimentario hostil hacia la pequeña producción. Pero no es el cuadro. Tros y As Bestas son dos maravillosas recreaciones. Ambas nos hablan de un mundo erosionado, en descomposición, masculinizado. El paisaje se impone de forma opresiva. También ciertos aspectos “salvajes” en la forma en que se relacionan los personajes. No pedimos la vuelta del chiste fácil y la alegría ingenua de los pueblos retratados en los años 70. Pero películas como El Olivo hablan más de pundonor y resistencias, también de una vinculación del existir a un territorio de forma no traumática.

Tros y As Bestas son dos maravillosas recreaciones. Ambas nos hablan de un mundo erosionado, en descomposición

Me resulta curioso que en muchas de las recientes listas sobre cine rural haya caído en el olvido una película como Destello bravío. Quizás porque no es fácilmente relacionable con las protestas por los bajos precios en el campo, el contexto machista o la expresión bruta que apaga muchas conversaciones. Quizás también porque habla de deseos en el mundo rural. De mujeres tejiendo una cultura distante y enfrentada, por lo general, a las temáticas antes reseñadas. Quizás porque es de raíz extremeña y aquí, a diferencia de regiones más industrializadas, son más escasos los cines y las distribuidoras.

La España vacía, de Sergio del Molino, y La lluvia amarilla, de Julio Llamazares, abrieron de nuevo la puerta literaria al mundo rural. El libro de del Molino, más bien un relato periodístico, parte de lo anecdótico y simplificador de un universo hecho de muchos universos y que, como en el caso de Buñuel, precisa de “falsos documentales” para poder rescatar la realidad que uno quiere. La maestría de Llamazares nos sumerge en el paisaje decadente. Dos libros que alentaron debates (¿España vacía o vaciada?) y a buen seguro promovieron una nueva oleada más cercana a los vínculos propios del medio rural, difícilmente entendibles desde una literatura “urbanita”: la imbricación entre identidad y territorio, la idea de un tiempo cíclico y a la vez siempre novedoso, los lazos que aún perviven como asiento de economías locales, algunas de subsistencia. Me vienen a la cabeza Un cambio de verdad, de Gabi Martínez, y Tierra de mujeres, de María Sánchez. Ambos atravesados por las economías del observar, del convivir con animales. Y también Rafael Navarro, en su obra La Tierra desnuda. La vida rural es áspera en ocasiones, también de exorbitante alegría. No hay tapujos en esta novela que muestra hombres incontenibles y desmesurados, las más de las veces, y mujeres tejedoras y autónomas (y a la vez sometidas) que cabalgan la crueldad de sus tiempos: la guerra, el franquismo, la falacia de la democracia, la apisonadora de la sociedad de consumo. En este panorama de novedades literarias ruralizadas no faltan tampoco los paisajes satíricos y endebles para hablar “de otras cosas”, como puedan ser Los asquerosos de Santiago Lorenzo o Un amor de Sara Mesa.

Decía Delibes que el ser urbano “ganado por los apremios de la ciudad, desconoce la realidad del campo, no distingue el trigo de la cebada ni un barbecho de un rastrojo” (Castilla, lo castellano y los castellanos). Delibes es en gran parte John Berger, o viceversa. Sin embargo, Delibes arrincona a sus personajes, al contrario que Berger. Novelas y películas no siempre dejan respirar al mundo rural. O es simple escenario o es mapa para coordenadas estereotipadas en muchos casos. Porque, como escribiera Dulce Chacón, incluso en un cortijo la vida es “comunal”. Faltan aún artistas retratando jornaleros y jornaleras, territorios vivos frente a latifundios y grandes cadenas de distribución alimentaria, fertilidades sociales y agroganaderas que aún subsisten frente a la producción intensiva de animales y plantas. Faltan entrañas que hielan y a la vez enamoran. Faltan miradas desde lo rural y para lo rural.

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