La arpillera

foto“Mira. Esta es mi mamá. Ella era campesina y la he representado sembrando. Aquí en este saquito lleva la semillas de choclo y las está sembrando en la tierra”, dice mientras me muestra la arpillera que ha ido bordando.

Anita, que por el nombre pareciera una mujer pequeña, ya es adulta, 65 años y grande, grande, como su corazón.

“Mi mamá me enseñó muchas cosas allí en el Sur. Yo hacía pan para comer, sabía hacer ladrillos para construir una casa, trabajar la madera, cultivar todos los alimentos”

“Salí con 15 años de mi casa.  Me vine para Santiago y me junté con mi marido, un delincuente, ese fue mi error. Por él he vivido muchos años de cana”.

 Cuando la vi, acaba de regresar del hospital, le hicieron una biopsia. “Tengo la sangre mala, estoy con cáncer y me ha salido un bulto aquí atrás que no me deja ni caminar… van a ver qué es”. Y me  mira con sus ojos pequeños de interrogación.

Se mueve lentamente al caminar, como si pensara donde quiere poner el pie en cada paso que da y se tambalea de un lado a otro por el peso de su cuerpo. “A mí me enfermó la muerte de mi hija. La mató una bala perdida en la población. Eso es lo que me enfermó”.

Ahora está acabando de cumplir una última condena de 7 años.”Me cargué yo con esto. Tenía que cumplir la nuera de mi hijo, pero es muy joven y yo lo asumí”.

Mientras me cuenta, continúa bordando su arpillera, eligiendo colores alegres y las telas estampadas para coserlas con enorme creatividad e imaginación.

¿Cómo podemos mantener este sistema cruel e inhumano, que encarcela y separa de su familia a mujeres mayores, enfermas terminales, sin permitirles un poco de dignidad en su última etapa de la vida?

La sangre se me llenó de indignación.

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