Pikara Magazine. Vivi Alfonsín Rodríguez*.- La lucha antirracista tiene un largo recorrido que la mayoría de las personas blancas ignoramos. Ha sido el hogar que ha sostenido la resistencia de las personas negras y afrodescendientes en distintas latitudes, un hogar que han creado y les pertenece y al que debemos acercarnos con verdadero respeto, y no con ese respeto impostado ni todo ese aparato de fragilidad.
En la tarde del 1 de julio de 2022, en todo el Estado español, se produjeron manifestaciones y concentraciones en repudio a la masacre de Melilla. El brutal asesinato de 37 personas a manos de las fuerzas policiales marroquíes y españolas, sumadas a las elogiosas declaraciones posteriores de Pedro Sánchez, evidenciaron, una vez más, el atroz mecanismo de control migratorio del que participa este país. Desgraciadamente, no es algo nuevo. El colectivo Caminando Fronteras ha denunciado 4.404 víctimas en la ruta de acceso a España en 2021. Sin embargo, la masacre de Melilla generó una oleada de repulsa por parte de la sociedad civil, y es a esa sociedad civil mayoritariamente blanca a quien va dirigido este texto.
En Barcelona, unas 3.000 manifestantes marchamos entre la Delegación de Gobierno y la plaza Idrissa Diallo, un lugar simbólico y una victoria de la lucha antirracista en la ciudad. Desde el principio, colectivos mixtos liderados por personas blancas intentaron ocupar un espacio protagónico que no les pertenecía, ya que las organizaciones convocantes habían trasladado el mensaje de que la cabecera iría liderada por personas negras y afrodescendientes autoorganizadas, seguida de personas racializadas y otros colectivos migrantes, pidiendo a las personas blancas que se colocaran al final. La pugna por el espacio fue una constante. Hubo ataques violentos por parte de hombres blancos cuando eran instados a la no usurpación. Empujones de fotógrafos blancos para acceder al ángulo que consideraban crucial para su fotografía. Pero no fue todo.
¿Por qué un hombre blanco que se pelea por llevar una pancarta de “Las vidas negras importan” opta por agredir a la compañera que le pide se ubique en un lugar secundario? ¿Por qué tantos jóvenes blancos se tomaban la manifestación como una fiesta a cuya zona VIP querían acceder para lucirse en las redes sociales o guardar la foto y recordar lo valientes y guais que fueron en su juventud? ¿Por qué una pareja de jóvenes anarcosindicalistas decide ondear su bandera en primera fila y, aunque la retira al primer reclamo, insiste en adoctrinarnos -sin fundamento ni noción de oportunidad- acerca de cuan antirracistas son los postulados del anarcosindicalismo ruso y alemán? ¿Quién dijo que trabajar en una oenegé con personas negras o asuntos de migración otorga un carné de superioridad moral? ¿Qué puede conducir a varias señoras sexagenarias, teléfono móvil en mano, a abrirse paso a codazos aliñados con perdones -y recordemos la máxima de que pedir perdón no es lo mismo que pedir permiso- para ubicarse en primera fila y grabar un vídeo de un acto luctuoso cargado de dolor? De un dolor que no entienden ni les pertenece, de un homenaje que olvidarán antes de que acabe el día, de una rabia antigua y profunda que deja de interesarles, y hasta les parece agresiva, en cuanto se politiza.
La lucha antirracista tiene un largo recorrido que la mayoría de las personas blancas ignoramos. Ha sido el hogar que ha sostenido la resistencia de las personas negras y afrodescendientes en distintas latitudes, un hogar que han creado y les pertenece y al que debemos acercarnos con verdadero respeto, y no con ese respeto impostado ni todo ese aparato de fragilidad. En 1967, Kwame Ture (anteriormente conocido como Stokely Carmichael) líder de las Panteras Negras, escribió junto a Charles V. Hamilton, ‘Black Power’, un texto que expone las profundidades del racismo sistémico estadounidense y provee un marco político viable para su reforma. Al final del capítulo III, titulado ‘Los Mitos de la Coalición,’ dicen lo siguiente: “Demasiado frecuentemente, muchos jóvenes blancos norteamericanos de clase media, una suerte de generación Pepsi, han querido ‘sentirse vivos’ a través de las comunidades y colectivos negros. Han deseado estar donde está la acción -y la acción está allí. Han buscado refugio entre los negros de la estéril, carente de sentido e irrelevante vida de la clase media norteamericana. Han sido incapaces de lidiar con la sofocante, racista, pueblerina y esquizofrénica mentalidad de sus padres, maestros, predicadores y amigos. Muchos dicen no ver diferencia en el color, se convierten en ‘daltónicos’. Pero en este momento, en este país, el color es un factor que no deberíamos pasar por alto o negar. Las organizaciones negras no necesitan esta clase de idealismo que linda con el paternalismo”.
La lucha antirracista no es un espacio para consolar la culpabilidad blanca. No surge ni se sostiene para que las personas blancas vayamos a conversar acerca de nuestra toma de conciencia, ahora que comprendemos nuestros privilegios. No ha de ser amable ni un traje a medida para lucir el catálogo de nuestras bondades humanas. No entender cuál es nuestro lugar en una manifestación antirracista es profundamente racista. Indignarse por no poder lucirse en primera línea es bochornosamente racista. Pretender sujetar una pancarta de una lucha que no es propia, en virtud de una solidaridad que no es verdadera y se diluye en cuanto requiere un compromiso sostenido y difícil, es hipocresía.
Para estar en primera fila de una manifestación antirracista no basta con ser migrante, si eres blanca. No basta con formar pareja con una persona negra o afrodescendiente ni haber tenido hijes con ella. La cabecera de esta manifestación tampoco es para los blancos adoptantes de menores racializados. Ni para los parientes blancos que llegan con lágrimas en los ojos y su ramito de flores porque el asunto, como dicen ahora, les atraviesa. Ninguna persona blanca de las que estuvimos en la concentración, ninguna, tenía riesgo de ser requerido a identificarse por el color de su piel durante el resto de la noche en medio de un control policial. Tampoco durante el resto de su vida. Si eso no basta, digan cuántas personas blancas fueron asesinadas el 24 de junio en Melilla, cuántas en Tarajal en 2014, cuántas en la valla de Ceuta en 2005 o en la siniestra frontera del Mediterráneo. Otra vez, ninguna.
Pero si el antirracismo y las vidas negras le importan, si se pregunta qué puede hacer entonces una persona blanca, la respuesta es sencilla y se ha repetido en incontables ocasiones, incluso se publicó en las redes sociales de los colectivos convocantes de la manifestación: ocupe su lugar en la retaguardia, fórmese en antirracismo autónomamente -existen librerías y espacios para hacerlo, el transcurso de la manifestación no es el lugar apropiado- escuche con humildad y lleve el mensaje a su entorno de manera permanente y comprometida.
El viernes, al terminar la concentración, una joven blanca se acercó escoltada por cuatro miembros de su familia. Eran su madre, su padre y sus hermanos. “Los traigo a todos a firmar”, anunció, en referencia a la recogida de firmas del movimiento estatal Regularización Ya. “¿Conocen la campaña?”, pregunté. Ella me miró con un gesto cómplice y severo. “Claro, tía, se la he explicado yo”, dijo. Eso es usar un privilegio -el trozo de plástico que es el DNI- para posicionarse contra la desigualdad y por la dignidad de las personas migrantes. Y lo cierto es que hay muchos lugares desde donde las personas blancas podemos ser antirracistas. Busque el suyo. La cabecera de una manifestación antirracista, usurpando el espacio de las personas negras y afrodescendientes, no es ese lugar.
*Vivi Alfonsín Rodríguez es integrante del Comité ILP Regularización Ya Catalunya.