La cárcel como fábrica de miseria

fotoG.B.- Una investigación en profundidad realizada en diferentes ámbitos penitenciarios muestra hasta qué punto la trayectoria carcelaria de las personas presas puede describirse como una sucesión de choques y rupturas gobernados, por un lado, por el imperativo de seguridad interna del establecimiento y, por el otro, por las exigencias y los edictos del aparato judicial, que escanden un descenso programado en la escala de la indigencia -descenso tanto más abrupto cuanto más desprovisto está el detenido en el inicio-.Típicamente, el ingreso en la condición de detención está acompañado por la pérdida del trabajo y la vivienda, pero también la supresión parcial o total de las ayudas y prestaciones sociales. Este empobrecimiento material sufrido no deja de afectar a la familia de las detenidas y, recíprocamente, de aflojar los lazos y debilitar las relaciones afectivas con las personas allegadas (separación de la compañera/o o esposa/o, "colocación" de las/os hijas/os, distanciamiento de amistades, etcétera).

Viene a continuación una serie de traslados dentro del archipiélago penitenciario que se traducen en otros tantos tiempos muertos, confiscaciones o pérdida de objetos y efectos personales, y dificultades para tener acceso a los recursos escasos del establecimiento que son el trabajo, la formación y los entretenimientos colectivos. Por último, ya sea con permiso o en libertad condicional o definitiva, la salida marca un nuevo empobrecimiento, por los gastos que ocasiona (desplazamientos, ropa, regalos a los allegados, sed de consumo, etcétera) y porque revela con brutalidad la miseria que la reclusión había puesto temporariamente entre paréntesis.

En tanto institución cerrada que con demasiada frecuencia considera como secundarias los intereses, relaciones y afectos exteriores de las personas detenidas, en tanto lugar en que prevalece el tema de la seguridad y que pone sistemáticamente los intereses -o al menos la imagen que se tiene de ellos- del cuerpo social que se propone proteger por encima de los del detenido, la prisión contribuye activamente a precarizar las magras conquistas de una buena parte de la población carcelaria y a consolidar situaciones provisorias de pobreza.

Estos datos de campo sobre la indigencia carcelaria son confirmados por la estadística penitenciaria: en el momento de su liberación, el 60 por ciento carecen de empleo, el 12 por ciento de vivienda y más de una cuarta parte no disponen de dinero alguno o, para ser preciso, cuentan con menos de 100 euros, umbral más acá del cual la administración se digna a reconocerles el status de "indigentes" y les otorga una ayuda (las personas presas extranjeras están en una situación de mayor desamparo, con índices del 68, 29 y 30 por ciento respectivamente). La mitad no recibió jamás la visita de una persona allegada durante su estadía entre rejas y a casi una tercera parte no los espera nadie a su salida. Y una de cada tres acumula al menos tres de estas desventajas, lo que hace más que aleatoria cualquier reinserción, vista la escasez de los medios que se les asignan en el exterior y la multiplicidad de obstáculos con los que se enfrentan los ex "presos/as". 

Pero aún hay cosas peores: los efectos pauperizantes de la penitenciaría no se limitan exclusivamente a las personas presas y su perímetro de influencia se extiende mucho más allá de sus muros, porque la prisión exporta su pobreza al desestabilizar constantemente a las familias y los barrios sometidos a su tropismo. De modo que el tratamiento carcelario de la miseria (re)produce sin cesar las condiciones de su propia extensión: cuanto más se encierra a los pobres, más certeza tienen éstos -si no hay por otra parte algún cambio de circunstancias- de seguir siéndolo duraderamente y, en consecuencia, más se ofrecen como blanco cómodo de la política de criminalización de la miseria. La gestión penal de la inseguridad social se alimenta así de su propio fracaso programado.          

“Las cárceles de la miseria” Loïc Wacquant (1999)

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